Mónica Ojeda (Ecuador)

Mónica Ojeda (Ecuador)

 
 

Licenciada en Comunicación Social, con mención en literatura. Es novelista y poeta, es una de las voces literarias más relevantes de Latinoamérica. Merecedora del III Premio Nacional de Poesía Desembarco 2015 con El ciclo de las piedras (Rastro de la Iguana Ediciones, 2015).

Sus textos exploran la fragilidad de la infancia, excavan lentamente el asombro de sus lectores: “Habrá días en los que te será fácil huir de los zorros”.

Poética de lenguaje claro y eficaz, pone en evidencia aspectos de debate emotivos:   “¿hay algo más bello que un árbol creciendo en el desierto?” Además, instrumentaliza la palabra para darle voz a los miedos, a las experiencias de vida, con el desborde de su poesía, entre lo melódico y melancólico.

El uso de imágenes y expresiones es conmovedor, necesario y exquisito. Leer su libro (por el momento el primero de su carrera literaria) de poesía equivale a encontrar preguntas precisas, cuestiones que desatarán nudos en la garganta.

Rocio Bolanos

 
 
 
 
Cae con madurez el fruto que en verbo ardido lamió sus costillas al sol;
más de 365 veranos de su carne niñada en hueso negro constelado
 
                                   se aflojan.
 
Rueda el fruto sobre la piel arqueada de las amapolas.
 
                 Se abre.
 
De su epicentro nace una guadaña como un párpado de acero cerrándose en la bruma
                                               bautismal de su oleaje.
 
—Esto es lo primero que verás —sentencia la rama despojada del peso de su cabeza—
antes de atravesar la raza del otoño.
 
 
 
 
 
[8]  
El temblor de una rama desnuda no es conmovedor,
no abrasa el velo de las olas vaporosas lanzando truenos en las pupilas de los conejos,
no escribe en los libros ocultos de la madre
el sentido del fango resucitado en nuestros apellidos.
El temblor de una rama que sostiene un fruto
guarda la velocidad de la historia
de lo sublime y de lo abyecto.
La velocidad de la rama
no es el paso del tiempo
sino una arcana abstracción
del miedo.
 
 
 
 
 
 
Papá, tú querías un hijo y
               en cambio
te nació esta cabeza.
 
Una planta que crece hacia adentro.
 
               Una uña.
               Un estanque.
 
Por eso dijiste
callado a la placenta: “UN HIJO ES UN HOMBRE”.
 
Creías que serlo era irse callado de pesca
 
          pescar la vida
 
               sacarla del agua
 
y me llevas a pescar para que aprenda a ser un hombre
para que saque de la vida algo tibio que matar.
 
           “Matar te hace hombre”, me dijiste.
 
Creías que serlo era irse risueño de caza
empuñar un rifle a un corazón con astas
 
           reventarle el cráneo a la vida
 
tú piensas que eso que se inventa el bosque es un hombre
y me llevas a cazar contigo para que lo vea
 
me enseñas a dispararle a un árbol
a una nube todavía niña en mi cerebro
 
          porque pienso demasiado fácil, dices
 
                      porque pienso cosas que se atraviesan
 
 
Y en cambio un hombre no arde de útero
 
                                    dice la-madre-coja-de-las-axilas
 
ni sangra en los pasillos
ni riega su leche sobre las ecografías abiertas
ni se mete el dedo índice
             para tocar a Dios
en un volcán de pelvis.
 
Una hija mata
pero como un hombre respirando al revés
en mitad del bosque.
 
Un amor umbilical rodeándote la manzana:
 
             una hija es un ojo que muerde
             —una mandíbula de leche–
             un anzuelo al cielo de los cabellos
 
Por eso “pesca la muerte”, dice mamá lamiendo la escopeta
 
              “caza la vida”
 
como una hija que es un hombre y una cabeza
como un río en una sábana de dientes mastodónticos
y el sexo abierto de las balas
goteando sobre la encimera.